jueves, 8 de diciembre de 2005

Leche de Cabra

Por Carlos Szwarcer

Haim no dejó muy buenos recuerdos en su descendencia. Su porte marcial acompañado de un gesto severo cimentaron una imagen fuerte y autoritaria. Espesos bigotes le ocultaban cualquier esbozo de sonrisa que acaso alguna inaudita circunstancia le pudiera provocar. Había nacido en 1876 en el Imperio Otomano y es posible que su paso por el ejército y la policía definieran esa personalidad por la que sus familiares le tuvieron más temor que respeto. A los veinticinco años se casó con Regina, de apenas quince, con quien tuvo cinco hijos. Ella aportaría la cuota de dulzura necesaria y las bases para que en su hogar se conservara muy bien la tradición sefaradí, el legado de sus ancestros judeo-españoles.

Pero la joven tenía los días contados. Eran tiempos en los que morir era muy fácil. La parca la visitó en la flor de la vida, a los escasos treinta y cinco años, en 1920, pocos días después de dar a luz a Isaac. El desconsuelo echó una sombra de tristeza sobre sus hijos. La idea de abandonar Izmir (Esmirna), la ciudad en la que habían nacido, pasó al terreno de la necesidad imperiosa. Nada volvería a ser como antes, la invasión griega, apenas finalizada la Primera Guerra, los empujó a la pobreza. La dolorosa decisión de partir, siguiendo los pasos del hermano mayor, fue tomada. Lo hicieron por etapas.

Sara, íntima amiga de Regina, era una viuda que no había tenido hijos. Frecuentó la humilde casa del barrio hebreo durante muchísimos años y allí vio crecer a cuatro de los vástagos del matrimonio. Por soledad, compasión, o tal vez amor, a tres meses de desaparecer su entrañable compañera del alma, se casó con Haim. Prontamente pasó de viuda a madre, creyendo que hacerse cargo de la prole no le traería complicaciones, pero el más pequeño, algo enfermizo, requirió de toda la atención de esta menuda señora “de gran corazón”. Criar a Isaquito exigió un esfuerzo colosal. Todos los días saldría a buscarle leche de cabra porque el niño no digería bien la de vaca.

Su llegada a Buenos Aires en 1933 - con Haim y el benjamín - cerró un ciclo que la mujer inició con la esperanza de rehacer su vida. En trece años se trasladó a América el núcleo familiar desde la antigua e intrincada judería esmirlí a la pujante capital de la República Argentina. Se desconoce si quedó algún pariente directo de esta rama sefaradí en Turquía, aunque parece poco probable.

El vértigo de la ciudad porteña desubicó el estilo de vida provinciano de Sara que se sintió rara, tanto que difícilmente salía a la calle. Se aisló en la imperturbable seguridad de su pieza; a lo sumo la convencían, muy de vez en cuando, de ir a visitar a algún pariente. Solía tejer paños con dos pequeñas agujas, sentada sobre el almohadón beige de su silla de esterillas barnizadas, cerca del ventanal que daba a la calle. Se rodeaba de decenas de papeles de diario, en un obsesivo intento por evitar que las pisadas le ensuciaran el piso encerado. Su manía por la limpieza creció en la medida que no supo qué hacer con su vida. Fueron casándose los hijos y su vejez pasó de monótona a baldía. En el otoño de 1957 murió Haim, a los ochenta y un años. El velorio fue en esa pieza del inquilinato, el mismo en el que cuatro décadas antes, a principios del siglo XX, estuviera el primer templo sefaradí del barrio de Villa Crespo, en Gurruchaga al 400.

La segunda viudez de Sara aceleró su ocaso. Una vez por mes le llevaban algo de dinero sus hijastros. Vio transcurrir desde la ventana las horas, los días, los años. Los pibes que hubiera jurado que hacía un rato jugaban a la pelota en la vereda ya se habían casado. Fue perdiendo la vista, el oído y los pocos restos de energía. Enmarañada la conciencia, amotinados sus reflejos, fue alejándose de la realidad. El presente y el pasado se le mezclaron y fueron partes de una misma dimensión.

A comienzo de los años sesenta iba con mi madre a visitar a aquella anciana enclaustrada, enferma y muy arrugada, a esa pieza que ya, por entonces, lucía muy diferente. Mientras caminábamos hacia su cama el viejo piso de madera crujía reseco a punto de quebrarse. Sólo un equilibrio casi circense podía evitar que metiéramos nuestros pies entre los gajos abiertos que dejaban algunos listones rotos. Olfateé un espeso y desagradable tufo a humedad. Inspeccioné con aprehensión los muebles, generosamente antiguos y polvorientos. Algunos recodos quedaban parcialmente ocultos por pequeñas telarañas. Ese estado de abandono extrañamente contrastaba con los blanquísimos crochetes que cubrían los vidrios de la puerta de entrada y la mesa; se me antojó pensar que alguien los hubiera colocado recientemente.

En ese cuarto de techos altísimos la luz ingresaba mezquina por algunos resquicios de los postigos del cerrado ventanal que daba a la calle; los opacos espejos de una elevada vitrina devolvían fragmentos de agazapados y sombríos perfiles. Sara tenía la cabeza apoyada en el almohadón, ligeramente caída a un costado; su rostro aceitunado y cubierto de surcos dejaba escapar tan sólo un leve rastro de vida por los ojos apenas entreabiertos. Percibió nuestra presencia. Comenzó a hablarle a mi madre, que inclinada le acariciaba suavemente la mano. Nunca supe si se dirigía a ella, en la repetición acompasada de “¿Eres tú...Regina?, o a su amiga, mi bisabuela fallecida en Izmir. Recuerdo su débil balbucear deshilando, esforzadamente, imprecisas palabras anudadas a una alegre canción que escuché de niño, cadencia que ahora sonaba sumergida en un mar de tonos acongojados. Esa triste mañana quedó grabada en mis ojos y en mi corazón.

Volvería a visitarla. Asistiría al lamentable espectáculo de un espectro hedido y abandonado que terminaría sus penosos y sumisos días en un asilo de la localidad de Burzaco, en la Provincia de Buenos Aires. Hasta allí llegué una tarde acompañando a mi tío Isaac, el mismo que de bebé salvó su vida gracias al sacrificio de aquella madrastra en la lejana Turquía. Parecía sentirse en deuda con esa mujer postrada que ocupó por mucho tiempo el lugar de buena madre.

Sin embargo, Sara tuvo destino de olvido. Su tenue luz, apagándose irremediablemente, fue estrujando recuerdos a través de los laberintos de una profunda historia, y acaso en aquellas remembranzas pudo encontrar, entre tanta fragilidad y abnegación, algunos momentos de felicidad. Por fin volvió a rozarle las mejillas la brisa tibia de la exquisita primavera en el verdor del monte Pagus, cuando divisaba desde las alturas las casitas de techos rojos que le encantaban, y las azules aguas del Golfo de Izmir llegando mansas hasta la rambla, entretanto conversaba con su eterna amiga Regina, y las risas acudieron de un lejanísimo verano cuando juntas cantaban pícaros romances sefaradíes. “¿Regina eres tú Kirida... eres tú kirida amiga?”, repetía una y otra vez. Así fue menguando su cuerpo, enmudeciendo el murmullo, extinguiéndose, sigilosa e indescifrable, su sencilla y austera humanidad. Redimido a la hora perfecta alzó vuelo su espíritu y, atravesando fugaz otro enigmático océano, consumó el postrero retorno a su primera morada.

Carlos Szwarcer
Publicado en “Los Muestros” Nº 61. Diciembre de 2005. Bruselas. Bélgica.