Por Carlos Szwarcer
Mis padres me preguntaban ¿qué hacés escuchando a
esos melenudos? Ávido de nuevas expresiones artísticas, era un pibe Inquieto y
rebelde. La bandeja de mi prehistórico tocadiscos "winco" en ese 1964
no hacía más que girar con “A Hard Day's
Night” (Anochecer de un día agitado), aunque en los programas radiales - sintonizados arbitrariamente por mi madre - casi no se escuchaba otra cosa que tangos,
tangos y más tangos... "Los Beatles" irrumpieron impactándome hasta
la médula, como a casi todos mis amigos del barrio.
Los acontecimientos de la niñez nunca pasan en
vano. En esos años sesenta empezaron a mezclarse caótica y saludablemente en mi
cabeza el tango con “la nueva ola”. Los cuatro de Liverpool
y las incipientes bandas de rock and roll que comenzaban a popularizarse hicieron
sospechar a mis padres que su hijo se estaba convirtiendo en un apasionado
militante de música foránea y revolucionaria, o algo así, en fin…, y que “iba por mal camino”. De todas formas, el
lavado de cerebro al ritmo del 2 x 4 ya había
logrado su objetivo mediante mandato "paterno", "materno" y
por la difusión del tango durante años en la radio, la televisión y el cine.
Intentaba enfrentarme o discutir con mis padres con
un traicionero "a mí… el tango no me
gusta". Pero la gran realidad era que en mi espíritu ya habían entrado
-sin pedir permiso- el bandoneón de Aníbal Troilo, las letras de Discépolo..., y
aquellas voces inigualables de Carlos Gardel y Julio Sosa que dejaron una surco
profundo en mi corazón juvenil. Sus voces me atraían misteriosamente, me
motivaban a escuchar con atención, era para mí imposible abstraerme - aunque
intentara resistirme - del contenido de las letras maravillosas de esas
canciones a través del sentimiento puesto por esos intérpretes.
Hacía décadas que Gardel se encontraba instalado en
el alma de porteño...y, secretamente, en mi infancia fui uno de sus fans. No
podía ser de otra modo: "el Morocho
del Abasto" me llegó con la fuerza del vendaval del mito y por el
fanatismo gardeliano de mi madre que era una niña de seis años cuando su ídolo
murió trágicamente y, casi enfermizamente, me llevaba al cementerio de la
Chacarita no menos de dos o tres veces al año para rendirle culto al “Zorzal
Criollo".
Sin duda, también me caló profundo Julio Sosa, su voz
varonil y potente personalidad en memorables interpretaciones: Cambalache, La
Cumparsita, María, Nada, En esta tarde Gris. La última copa. Uno, Sur y tantas
otras. El "Varón del Tango", que había nacido en Las Piedras,
Uruguay, un 2 de febrero de 1926 con el nombre de Julio María Sosa Venturini,
había llegado a Buenos Aires en 1949,
a los 23 años, con unas pocas monedas pero un gran
bagaje de talento y sueños. En 15 años se ganó un lugar privilegiado en el mundo
tanguero y una popularidad extraordinaria hasta que ocurrió ese inesperado
accidente el 25 de noviembre de 1964 cuando a gran velocidad su auto deportivo DKW Fissores se estrelló en la
esquina de Avenida Figueroa Alcorta y Mariscal Castilla contra el pilar de
hormigón armado del semáforo. Al día siguiente falleció en Sanatorio Anchorena.
La triste noticia provocó una inmensa conmoción.
La gran cantidad de admiradores que quisieron estar
presentes en el último adiós ocasionó que se lo velara en el "Luna Park”,
y de allí partió el cortejo fúnebre, a pie, por Avenida Corrientes, a las 16 hs
del día 27.
Recuerdo perfectamente ese día lluvioso. Tenía 11
años, y le dije a mi madre: "...vuelvo
en un rato".... Caminé impaciente por Padilla, doblé en Acevedo hasta
la Avenida Corrientes, a tres cuadras de mi casa. Me encontré con un mundo de
gente esperando que pasara el ídolo... Nunca olvidé esa eternidad en aquella
esquina de Villa Crespo en la que me quedé parado inútilmente entre la
muchedumbre lánguida y apesadumbrada. Dos horas después decidí desandar le
camino y volver a mi casa para que mis padres no se preocuparan por mi
ausencia.
Triste, frustrado, no había podido ver pasar por mi
barrio su cajón sembrado de flores bajo la garúa. Luego supe que el recorrido
se había demorado por las muestras de cariño a lo largo del doloroso peregrinaje
y que, finalmente, llegó al cementarlo de la Chacarita a las 22,10 hs. Ya
cerrado, tuvieron que ingresarlo al Panteón de Sadaic en la mañana del día siguiente.
Veinitres años después sus restos fueron repatriados y depositados en el
panteón familiar en su ciudad natal, en la vecina orilla.
Detrás del velo de esos tiempos el recuerdo me devuelve su estampa y su voz que
continúan emocionándome. Fue para mí uno de los más grandes cantantes de tango
de toda la historia. Por entonces, su recitado en “La Cumparsita”, aún sin
comprenderlo del todo, me llegaba hasta los huesos: “porque el tango es macho… porque el tango es
fuerte! Tiene olor a vida, tiene gusto... a muerte”. Y no sé porqué me quedaba
extasiado y meditabundo con su extraordinaria interpretación de “Uno”: en esos
versos magistrales de Enrique Santos Discépolo, Julio Sosa con su voz épica y
quejumbrosa ya me presagiaba que “… uno va arrastrándose entre espinas, y en su
afán de dar su amor, sufre y se destroza hasta entender que uno se ha quedao
sin corazón”.
Carlos Szwarcer © Noviembre 2014
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