lunes, 10 de agosto de 2009

El Reloj del Mundo

por Carlos Szwarcer

El tiempo, no en un sentido físico o meteorológico, si no en su dimensión  filosófica, es algo inefable y complejo de explicar. Como la subjetividad es primordial para encarar estos asuntos, nadie podrá contradecirme… Pensaba que en Buenos Aires parece transcurrir el tiempo de un modo vertiginoso y fugaz. Sin embargo, me siento en un banco del Parque Rivadavia. Respiro profundo; todo se aquieta o por lo menos me parece. En la plaza tengo mi banco propio. Hay tantos… Pero un día espléndido de sol, buscando un sitio agradable, lo ví, y me gustó, parecía que me estaba esperando. En un ataque de apropiación me senté bien en el medio, desparramado, cuestión de que se dieran cuenta de que no quería compartirlo, y me dije: - ¡Qué fea mi actitud! Un tanto egoísta. Pero “a lo hecho, pecho”. Así somos algunos, queremos bajarnos del acelere, ponernos en contacto con la naturaleza y, sobre todo, no hablar con nadie, aunque más no sea por un rato.

   Es día de semana. Hamacas apenas concurridas. La calesita solitaria. Ese indescriptible olor a “verde”. Unas pocas parejas sentadas sobre un césped prolijamente cortado. Algunas mujeres con sus hijos y las infaltables palomas. Me siento casi, casi, en el Edén… Nadie parece observarme. Siento  satisfacción. Mientras recuerdo las palabras de una amiga: “pensá siempre en positivo”. Pero me toman por asalto, no lo puedo creer, se abalanzan sobre mí los fantasmas de siempre, pesados, rutinarios, escandalosamente críticos. Y ese mundo bucólico, tan hermoso y ficticiamente sereno se acaba de repente.  Mientras el sol, filtrándose entre las ramas de mi árbol preferido, me mantiene quieto, la cabeza empieza a darme mil vueltas…

   Me olvidé de pensar en positivo. Vuelvo a las malezas cotidianas tan rápidamente, sin necesidad. ¿Qué hago acá? Todo muy lindo pero tengo tantas cosas que hacer. Otra vez el tiempo acosándome. Recuerdo otro parque, el Centenario, no muy lejos en el espacio pero muchos años atrás: daba vueltas y vueltas en la calesita con el único y dichoso interés de sentir el viento sobre mi cara en cada giro, soñando con sacar la ansiada sortija. Era algo más que ganar una vuelta gratis, el placer de poner a prueba alguna destreza.

  No me puedo detener en esa dulce borrasca del pasado. Me levanto y vuelvo a mis menesteres del presente. Llego a casa. Navego por Internet buscando vaya a saber qué y encuentro un sitio que dice “World Clock”. ¡Qué casualidad! ¿O qué causalidad? Sea como fuere, el tal reloj me muestra en tiempo real la población del mundo, los nacimientos, la producción de autos, de computadoras, los muertos por segundo, los abortos, la deforestación, las enfermedades y otras calamidades. La vida y la muerte al instante. Y un link me llevaba a otros relojes. Al futuro. Y yo en Buenos Aires, en un punto minúsculo del planeta, sentado en mi banqueta, con la boca entreabierta  frente a la PC. Una experiencia extraña: números y más números pasan frente a mí; el resplandor del monitor me hace pestañar y mi cerebro comienza a transformar las frías cifras en algo tan distinto como imágenes del fluir de la vida. Y las preguntas sobre demasiadas cosas me provocan un cortocircuito “racional”. ¿Qué digo? Emocional. Ha sido demasiado en tan “poco tiempo”. Demasiado. No les sigo contando. Vean qué efecto les produce a ustedes y después me cuentan.



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