Por Carlos Szwarcer
Tenía unos diez junios en mi haber. El sol intenso del verano acariciaba apenas los adoquines, ese regalo de la naturaleza se lo debíamos a los viejos plátanos que daban sombra fresca a toda la cuadra. Los vecinos del inquilinato rumoreaban que el sábado vendría el gordo Aníbal Troilo,"Pichuco" a visitar a su cuñada Dora, la hermana de Zita (1), esposa del bandoneonista. Recién comenzaba a aprender mis primeros acordes en la guitarra y la posible llegada del gran músico dió rienda suelta a mis fantásticos sueños de cantarle "La López Pereyra", una antigua zamba que practicaba por entonces. Tanto deseaba ese encuentro que casi no pude “pegar el ojo” en las noches previas.
¡Y llegó el gran día! Recién despierto y después de remolonear un largo rato en la cama, casi al filo del mediodía, escuché los gritos de mi madre llamándonos para el almuerzo: “Fucciles con tucoro" (2) y "Refrescola" (3).
Pregunté ansioso, mientras terminaba de sacarme las lagañas de mi largo sueño sabatino:“¿sabés a qué hora llega Pichuco a lo de Dora?”.
-¿Troilo? Vino temprano. Ya se fue. ¿Por qué?, inquirió mi madre.
Casi me desmayo. Recuerdo mi imagen sombría reflejada en el espejo gastado del placard. Me di pena. Desconsolado, como si hubiese perdido la oportunidad de mi vida, hice un largo “puchero", tragué la hiel de mi estúpida torpeza y por un momento, para que mi vieja no se diera cuenta, conseguí esconder la angustia a pesar del indomable lagrimón que se me había desbandado. Juré no dormirme para la próxima vez. Y enseguida pensé: ¿cuándo será la próxima vez…?
Lo volví a ver a Pichuco en un baile de Carnaval en el Centro Lucense. Lo miraba fijamente desde unos metros del escenario: sus mejillas inflamadas, su vaso de whisky, los cientos de gotitas de transpiración sobre su brillosa frente, los ojos cerrados, y sus dedos suaves y rítmicos acariciando el bandoneón. Un rato después, en el intervalo, junto a sus sobrinas, me encontré en los jardines del club tomado de la mano de ese inmenso artista. Enterado de mi vocación por la música - seguramente por la indiscreción de una de sus parientes- me preguntó sonriendo: “¿Así que vos tocás la guitarra y querías cantarme una canción…? “Recordámelo la próxima vez que pase por tu casa que te quiero escuchar.”
Yo le creí… Tanto le creí que a “La López Pereyra” la gasté de practicarla y practicarla, pero a Pichuco no lo volví a ver personalmente. Con el tiempo quedó en mí recuerdo ese chico y aquella noche de Carnaval…
Resuenan las notas de Aníbal Troilo todavía en mi interior, un sonido nostálgico y aterciopelado, como la cadencia de la vida que me evoca los años sesenta, un juvenil verano y el placer de haber recorrido aquellos jardines, cuando el mundo era otro, justamente, cuando yo comenzaba a buscar otros ídolos que los de mis padres y descubría, por ejemplo, entre tantos, alos cuatro de Liverpool.
Zambitas y chacareras, rítmicos fuelles rezongones y guitarras eléctricas, fueron arrimando al mismo altar, definitivamente, algunos santos de mi devoción. Y un día advertí que allí convivían Gardel con los Beatles, o que “Love me do” la tocaba “Ringo” con un bombo legüero. Además, en ese espacio intangible vuelvo a ver al gordo, San Pichuco, que con su voz ronca me dice: "me debés aquella canción, pibe...", y que cada tanto me repite ese antológico texto de "Nocturno a mi Barrio", que sin pudor ya lo hice mío: “Alguien dijo una vez, que yo me fui de mi barrio. ¿Cuándo? ... Pero… ¿cuándo? ¡Si siempre estoy llegando!”.
Notas
1) Zita: Hilda Karachi. Sefaradí de la isla de Rodas. Vivió en el barrio de Villa Crespo. Su hermana Dora vivía en la calle Padilla entre Acevedo y Malabia. Buenos Aires.
2) Fideos con tuco de tomate. La salsa bien rojiza era comercializada en pequeñas latas.
3) Jarabe. Mezclado con soda se obtenía una bebida refrescante.
Hoy en Cronos Cultural, en recuerdo del 40 aniversario de su muerte (el 18 de mayo de 1975)
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